El "sazón de mamá".
Desde pequeño quise ser cocinero. Mi juego preferido era acompañar a mamá al mercado y seguir sus pasos mientras seleccionaba la comida de la semana con paciencia, devoción y cuidado. En casa no me despegaba de su falda y de puntillas la observaba preparar los platillos que comeríamos en esos tres momentos de fiesta que a diario y sin falta nos reunían a la mesa para alegrarnos por nuestra compañía y con los banquetes que sus expertas y delicadas manos nos ofrecían.
Cuando tuve estatura no me contuve, me metí de lleno a ayudarla a preparar cada guiso que de su sagrario emigraba al comedor. Nunca tuve cuchillos de juguete y jamás me corté con los verdaderos, también tuvo la paciencia de enseñarme a usarlos con todo mi ser puesto en lo que hacía.
La primera vez que preguntaron qué quería ser de grande respondí con seguridad "cocinero", y se rieron; cuando volvieron a preguntar ya no contesté nada, para que sus miradas me comieran por mi silencio.
Lo conseguí, aprobé las materias de gastronomía con calificación sobresaliente y adelanté un año mi titulación; era tanta mi prisa...
Tuve serias dudas sobre el sitio idóneo para trabajar. Un restaurante no fue mi opción en ningún momento, son tantas las prisas y presiones, y tan poco el gusto por darme sin reservas a un cliente que sólo da dinero por mis prendas magníficas, que ni de lejos consideré prostituir mis faenas. Quería un lugar en donde apreciaran mi arte más que en cualquier otro, y tardé en dar con él, pero encontré mi respuesta. Deseaba un comensal que en serio me valorara, al cual darle una satisfacción única, irrepetible, y aunque le di algunas vueltas al asunto, sólo había una salida, y allí fue donde acudí.
Mis festejados me piden su cena con un día de anticipación, elaboran la lista de su menú con sabiduría y la consciencia anticipatoria que saborea de antemano lo que mi cocina le ofrendará; son en extremo atentos conmigo cuando acudo a tomarles la orden y no los defraudo, pues tengo ese "toque especial" que mi madre me heredó.
Acudo al mercado o pido por mensajería acelerada ese ingrediente difícil que añaden a su pedido, y con tiempo, y amor, me avoco a crear las obras de arte que enmarcarán su mesa en la que será su última cena, la cena de la víspera de sus muertes.
Es una lástima que no puedan dormir esa noche pues sus digestiones se aletargan al acudir la sangre en demasía a sus cabezas ocupadas, pero eso sí, no les cae mal en ningún momento lo que comen, pues lo preparo con cariño. Es su postrer gusto, lo único que ha de llevarlos a pensar en sus orígenes, en sus madres cuando fueron nutricias con ellos llenándolos de placer a través del canal de sus ombliguitos.
Es importante recordar de dónde ha venido uno, y más en el momento en el que el viaje acaba; mis viandas son las palabras de esa evocación. Tienen el "toque de mamá"... No las comen con prisa, saborean lentamente cada bocado y lo mastican como es debido. Cuando está próximo el morir, el tiempo adquiere su dimensión auténtica, y cada segundo es un milagro en la consciencia, que se despliega como la de un yogui que medita.
Y así, ya que el primer y delicioso bocado les ha abierto sus tensas gargantas con mi magia maternal, disfrutan el último gusto que los atará el resto de sus vidas con el mundo de los vivos; ha de hacerlos retornar con ganas de seguir gozando en su próximas encarnaciones. Soy, con mi parafernalia, ritos y fetiches, un hechicero de la ingesta; doy el último sostén de su existencia al moribundo.
Duermo esa noche satisfecho de mi esfuerzo. En la mañana me levanto impaciente por acudir al pabellón de los condenados a muerte para acompañarlos a la sala de ejecuciones. No, no es morbo. Cuando me ven, escoltados y esposados, sonríen con el alma en verdad agradecida. Soy el perpetrador del último acto de amor que recibieron, no podrían verme diferente.
Los veo morir, purgar su pena con estertores y la cabeza cubierta con dignidad. Es natural que reciban en sus entrañas un veneno mortal después de la comida que más gozaron en sus vidas, la existencia se rige por polaridades.
Entonces, la vida vacía sus cuerpos, que se quedan, claro está, con el estómago lleno, para siempre...
Soy un hombre realizado.
12/junio/2005, 08:00 a.m.; Iván Ardila,
ivanardila@gmail.com
ivanardila@yahoo.com.mx
Desde pequeño quise ser cocinero. Mi juego preferido era acompañar a mamá al mercado y seguir sus pasos mientras seleccionaba la comida de la semana con paciencia, devoción y cuidado. En casa no me despegaba de su falda y de puntillas la observaba preparar los platillos que comeríamos en esos tres momentos de fiesta que a diario y sin falta nos reunían a la mesa para alegrarnos por nuestra compañía y con los banquetes que sus expertas y delicadas manos nos ofrecían.
Cuando tuve estatura no me contuve, me metí de lleno a ayudarla a preparar cada guiso que de su sagrario emigraba al comedor. Nunca tuve cuchillos de juguete y jamás me corté con los verdaderos, también tuvo la paciencia de enseñarme a usarlos con todo mi ser puesto en lo que hacía.
La primera vez que preguntaron qué quería ser de grande respondí con seguridad "cocinero", y se rieron; cuando volvieron a preguntar ya no contesté nada, para que sus miradas me comieran por mi silencio.
Lo conseguí, aprobé las materias de gastronomía con calificación sobresaliente y adelanté un año mi titulación; era tanta mi prisa...
Tuve serias dudas sobre el sitio idóneo para trabajar. Un restaurante no fue mi opción en ningún momento, son tantas las prisas y presiones, y tan poco el gusto por darme sin reservas a un cliente que sólo da dinero por mis prendas magníficas, que ni de lejos consideré prostituir mis faenas. Quería un lugar en donde apreciaran mi arte más que en cualquier otro, y tardé en dar con él, pero encontré mi respuesta. Deseaba un comensal que en serio me valorara, al cual darle una satisfacción única, irrepetible, y aunque le di algunas vueltas al asunto, sólo había una salida, y allí fue donde acudí.
Mis festejados me piden su cena con un día de anticipación, elaboran la lista de su menú con sabiduría y la consciencia anticipatoria que saborea de antemano lo que mi cocina le ofrendará; son en extremo atentos conmigo cuando acudo a tomarles la orden y no los defraudo, pues tengo ese "toque especial" que mi madre me heredó.
Acudo al mercado o pido por mensajería acelerada ese ingrediente difícil que añaden a su pedido, y con tiempo, y amor, me avoco a crear las obras de arte que enmarcarán su mesa en la que será su última cena, la cena de la víspera de sus muertes.
Es una lástima que no puedan dormir esa noche pues sus digestiones se aletargan al acudir la sangre en demasía a sus cabezas ocupadas, pero eso sí, no les cae mal en ningún momento lo que comen, pues lo preparo con cariño. Es su postrer gusto, lo único que ha de llevarlos a pensar en sus orígenes, en sus madres cuando fueron nutricias con ellos llenándolos de placer a través del canal de sus ombliguitos.
Es importante recordar de dónde ha venido uno, y más en el momento en el que el viaje acaba; mis viandas son las palabras de esa evocación. Tienen el "toque de mamá"... No las comen con prisa, saborean lentamente cada bocado y lo mastican como es debido. Cuando está próximo el morir, el tiempo adquiere su dimensión auténtica, y cada segundo es un milagro en la consciencia, que se despliega como la de un yogui que medita.
Y así, ya que el primer y delicioso bocado les ha abierto sus tensas gargantas con mi magia maternal, disfrutan el último gusto que los atará el resto de sus vidas con el mundo de los vivos; ha de hacerlos retornar con ganas de seguir gozando en su próximas encarnaciones. Soy, con mi parafernalia, ritos y fetiches, un hechicero de la ingesta; doy el último sostén de su existencia al moribundo.
Duermo esa noche satisfecho de mi esfuerzo. En la mañana me levanto impaciente por acudir al pabellón de los condenados a muerte para acompañarlos a la sala de ejecuciones. No, no es morbo. Cuando me ven, escoltados y esposados, sonríen con el alma en verdad agradecida. Soy el perpetrador del último acto de amor que recibieron, no podrían verme diferente.
Los veo morir, purgar su pena con estertores y la cabeza cubierta con dignidad. Es natural que reciban en sus entrañas un veneno mortal después de la comida que más gozaron en sus vidas, la existencia se rige por polaridades.
Entonces, la vida vacía sus cuerpos, que se quedan, claro está, con el estómago lleno, para siempre...
Soy un hombre realizado.
12/junio/2005, 08:00 a.m.; Iván Ardila,
ivanardila@gmail.com
ivanardila@yahoo.com.mx
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