¿Por qué falla la terapia de la diabetes?
"Es muy terco: se va sin desayunar y cuando ya se está cayendo come cualquier cosa por allí."
"Tengo 30 años con mi enfermedad controlada, de vez en cuando puedo darme mis escapaditas sin problema."
"No toma la medicina; si le insistimos se enoja mucho con todos, ya ni le decimos nada por miedo a sus reacciones."
"Mire: de algo tenemos que morirnos; me doy mis gustos pa'que por lo menos la muerte me sepa bien."
"Es bien mañosa: compra sus panes a escondidas y anda comiéndolos cuando nadie la ve; ¡ni modo que ande persiguiéndola!"
"Los mexicanos tenemos el gen de la diabetes. No podemos hacer nada."
Quejas y justificaciones, discursos que se complementan entre sí perfectamente, dos pesos equivalentes en la balanza de la enfermedad ponen al fiel a señalar un cielo que no espera al impío diabetogénico. Los terapeutas del diabético, el enfermo mismo y las víctimas secundarias de la enfermedad se preguntan por qué en un número creciente de casos el diabético llega a su muerte como consecuencia de su padecimiento y no a un deceso por causas tan naturales como la vejez. Incluso en algunas cabezas, la diabetes es automáticamente una sentencia al pabellón del moribundo lento, a una condena a muerte que llega paso a paso, como el SIDA. ¿Por qué falla la medicina en curar si su fin es ese?, ¿en serio somos impotentes a la hora de la sanación? La respuesta es simple. La diabetes no es la causa de la enfermedad del diabético, sino la consecuencia de una enfermedad mayor: un transtorno obsesivo-compulsivo de la personalidad que notoriamente lleva a cabo su acción en los hábitos alimentarios. Así como el alcoholismo se origina principalmente en una personalidad propensa a la adicción, podemos hablar de una *predisposición a la diabetes como consecuencia de un transtorno psicosomático que libra su batalla en las formas de la ingesta convirtiéndolas en patológicas*. Propongo nombrarlo como Diabetogenia, Personalidad Diabetogénica o Síndrome Diabetogénico* y caracterizarlo detalladamente para volverlo visible y crear parámetros de detección precoz y oportuna (medicina preventiva).
De la misma forma en que un ortoréxico no puede ingerir aquello que considera insano, hipercalórico, hipovitamínico, lleno de contaminantes, o en corto, todo lo que piensa que se aleja de su idea morbosa de lo que debe ser una comida perfecta, y por ello perjudica su salud, su vida y a los que se encuentran en su círculo de influencia directa, como amigos, familiares y compañeros, así el diabético se lacera a sí y a los suyos si no obtiene una atención que le sane en aquellos ámbitos deteriorados de su ser. Ambos casos merecen un abordaje similar, una sanación que aluda también a la mente y al espíritu sin dar prioridad sólo a la parte materialista mediante dietas especializadas o fármacos iatrogénicos. Un terapeuta capacitado verá que el tratamiento de los trastornos alimenticios pasa por atender al enfermo integralmente y no atrevería una terapia unidimensional ante males que tienen tantos niveles y por lo mismo requieren de múltiples ayudas.
No se puede atacar un enemigo que no se ve. Mientras se remita el origen de la diabetes a manifestaciones secundarias -de un mal más profundo- creyendo que son el lugar donde nace el padecimiento, jamás se logrará la recuperación de ningún enfermo por completo. Dar por hecho que un abuso de grasas, carbohidratos, grasas trans y azúcares es sólo una peculiaridad alimenticia que vuelve a alguien propenso a contraer diabetes -y no admitir que en realidad estamos hablando de conductas compulsivas que encajan en un cuadro más amplio-, ha sido equivalente a creer (como en un principio se hizo tan equivocadamente) que el cigarro sólo produce un hábito pernicioso y molesto, no una adicción grave, mayoritariamente mortal, y que es fruto de la casualidad que una persona sacrifique su voluntad en las garras de una droga.
Al usuario de un producto que imaginamos que sólo por obra de una infortunada casualidad puede enfermar o esclavizar le daríamos sólo un consejo amable y laxo, en el mejor de los casos.
A un adicto cuya conducta le afecta gravemente a él y a todos los que le rodean le instaríamos a buscar tratamiento especializado con urgencia.
Trasladando estos ejemplos al cuadro diabético descubrimos la diferencia sustancial entre aconsejarle a alguien comer menos grasa, azúcar o harina y encomiarle encarecidamente a incorporarse a un grupo 24 horas de comedores compulsivos anónimos para superar su trastorno.
Por cierto, las restricciones que la ley está imponiendo a la difusión publicitaria del tabaco obedecen a razones que bien pueden aplicarse para hacer lo mismo con los alimentos chatarrra y además con aquellos que contienen azúcar refinado, aceites refinados, harinas refinadas y grasas trans (aceites hidrogenados). Sin embargo en este caso, no es tan visible que estos falsos alimentos causan más muertos que el negocio de sicarios que expenden nicotina. ¿Hay alguien en los medios supuestamente críticos que analice con afán salutífero los venenosos sucedáneos alimenticios producidos con estos ingredientes vacíos de nutrimentos?
El trastorno alimenticio del diabético tiene que vérselas con las mismas fuerzas oscuras que la adicción del fumador:
-Una sociedad permisiva que no llama las cosas por su nombre.
-Medios de difusión vendidos al mejor postor promoviendo productos que causan compulsión y muerte.
-Estimulación constante impeliendo a recaer una y otra vez en compulsiones malsanas.
-Terapeutas menguados para entender y tratar con éxito enfermos complejos, crónicos y achacados de males que pueden serles mortales, discapacitantes.
-Una industria farmacéutica que hará TODO para que el enfermo no sane y en cambio se convierta en usuario de medicinas que lo vuelven dependiente de ella.
Con este panorama, la cura de un diabético se convierte en un milagro.
Los milagros -permítanme recordarles- sí existen.
domingo, 13 de enero de 2008
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